Thursday, August 18, 2016

Un padre consternado




Mal dicho y mal pensado: son tiempos difíciles para la literatura. No sólo ha perdido centralidad cultural sino que, sospechamos, es uno de esos problemas cotidianos que una inteligencia artificial podría resolver. El teorema de Borel sobre los monos condenados a escribir infinitamente para producir, algún día, las obras completas de Shakespeare, ahora nos resulta una ilustración no tanto de un evento de magnitudes improbables sino de un fenómeno familiar. Nos cuesta poco imaginar que exista un bot capaz de redactar a velocidades inhumanas las noticias del día o que un poeta eduque a un programa para que genere versos con un estilo particular. Pero hemos pensado y dicho mal: ¿no es cierto que hace falta algo más que un algoritmo sofisticado de recombinaciones exponenciales para que ocurra lo literario?

Hay aquí un tema: la pregunta por la posibilidad o la representación de una inteligencia no-humana ya se encuentra en las narraciones fundacionales de Occidente. Los dioses grecolatinas, por sus preferencias o sus incursiones en las guerras humanas, se desenmascaran como entidades demasiado cercanas a nuestras pasiones; lo mismo podría decirse de las divinidades redentoras, dispuestas al sacrificio y al amor. No sólo en clave mítica o teológica se han planteado la pregunta: como si dijera abracadabra y se insuflara vida a un golem, la imaginación ha concedido una viva, traviesa e inteligente voz a objetos inanimados; se trata, después de todo, de uno de los tópicos de la literatura fantástica. En la ciencia ficción y la ficción especulativa la inteligencia no-humana (a menudo maquínica) se ha planteado definitivamente alejada de nuestras debilidades y límites: una inteligencia no sólo artificial sino alienígena (no necesariamente extraterrestre pero siempre fuera del mundo humano, es decir, de lo mundano). La posibilidad encierra cierto horror, como característicamente se sigue de Frankenstein o el Prometeo moderno (1818), la novela de Mary Shelley que, podría argumentarse, inauguró hace dos siglos la ciencia ficción.

Significativamente, cuando nos encontramos por primera vez al monstruo, éste no habla pero muestra una vida interior repelente: "Abrió la boca y emitió un conjunto de sonidos inarticulados mientras una sonrisa le hendía la mejilla". La novela de Shelley, al margen de la tragedia del Dr. Frankenstein, puede leerse como la victoria de una inteligencia que, sin poseer una identidad (carece de nombre), logra domeñar la lengua de su amo (entonces lo supera definitivamente). La ciencia ficción se muestra continuamente optimista al mostrar a seres inteligentes e inhumanos que, sin embargo, son capaces de empatizar con nosotros. A pesar de ser un asesino, el monstruo de Frankenstein reconoce que su destino está entrelazado con el hado de su creador. Las narraciones de ciencia ficción presentan inteligencias artificiales que fungen como adjuvants o consejeros, como ha señalado Fredric Jameson a propósito de los androides de Philip K. Dick, al margen de sus versiones más amenazantes, como los depredadores de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968).

Hay, sin embargo, otra veta de representación inquietante. Los mismos elementos que repelen en el monstruo de Frankenstein (el humor que desenmascara una inteligencia propia y una difícil comunicación) se encuentran en otro relato singular, el breve e intenso "Preocupaciones de un padre de familia" (1914-17) de Franz Kafka. El relato participa, en cierta medida, de la pesadilla de La metamorfosis (1915), pero es aún más perturbador al no ofrecer un punto de referencia humano (el insecto en el que se ha transformado Gregor Samsa, sabemos, narra y sufre como nosotros, aunque es incapaz de comunicarlo). En "Preocupaciones de un padre de familia", en cambio, nos encontramos con un objeto inteligente e impenetrable. El padre de familia en cuestión describe al ente como un conjunto de hilos altamente dinámico (¿un arácnido?) que se sostiene sobre bastoncitos, como si fueran patas de madera. Aunque esta cosa con frecuencia "se mantiene tan callada como la madera de la que parece" estar hecha, y aunque su tamaño induce a tratarla como a un niño y a no hacerle preguntas difíciles, habla. Por ejemplo, se le pregunta su nombre (Odradek, responde), pero cuando se le cuestiona dónde vive, atina a decir "domicilio incierto" para reír de una forma que "sólo puede surgir sin pulmones". ¿Es placer lo que esa risa denota? Si lo es, ¿es uno perverso? Uno se inclina a pensarlo. Porque Odradrek no parece participar de los sufrimientos del hombre (normalmente unidos a las frustraciones, a las metas no alcanzadas, a las actividades que nos desgastan). Por ello precisamente al "padre" que narra el relato le resulta "dolorosa la idea de que este curioso objeto pueda sobrevivirle".

"Hay una imbricación del pensar y del sufrir", señaló Jean-François Lyotard en Lo inhumano (1988), pues despejar el cuerpo y el espíritu va contra el goce de lo adquirido (en Ser y tiempo, Heidegger ahonda, con ecos kierkegaardianos, en esta condición: el ser-ahí se singulariza, se determina sólo a través de un análisis existenciario de la angustia y el temor). ¿Qué horror nos depara que una inteligencia sea incapaz de sufrir?

Este texto fue publicado en la edición 110 de La Tempestad, como parte del tema de Territorios "¿Una creatividad artificial?"

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